jueves, abril 4


PARTE I
Se tomaba una taza de café cada mañana, porque sin café no era persona, o eso decía. Leía el periódico sentado frente a la mesa de la cocina con un cigarro humeante que la dejaba sumida en una espesa neblina. Solía asegurarme que fumar un cigarrillo después del desayuno era bueno para ir al baño, y yo no le creía, aunque le dejaba hacer. Recuerdo su expresión dubitativa mientras leía, o fingía que lo hacía. Sentía su mirada escrutadora mientras tecleaba en el portátil, frente a él. Creía que no me dedicaba a escribir, sino a chatear con quién sabe quién. Creía que le mentía, que fingía trabajar. Creía que era una vaga, una adúltera, una mala persona. No le bastaban mis palabras, ni las constantes visitas al historial de mi ordenador. Él seguía creyendo que era infiel. No le culpo, tampoco me culpo a mí misma. La pasión se fue tras dos años de matrimonio. Nunca hacíamos el amor, no desde que comenzó a desconfiar de mí, y yo de él. A veces volvía tarde del trabajo, o eso decía, pero el carmín en sus camisas me decía otra cosa. No nos culpo. 

Conocí a Joel una tarde de Octubre, una lluviosa tarde de Octubre. Me dirigía a casa después de hacer unos recados cuando, de repente, me sorprendió la lluvia. Corrí a camuflarme bajo el portal de un bloque de edificios próximo. Un joven de unos 25 años estaba sentado, apoyada su espalda contra la pared, fumando un porro. El olor a marihuana se podía oler desde la acera de enfrente, pero él estaba muy tranquilo. Me miró con curiosidad y dio unas palmaditas al suelo, haciendo ademán de que me sentase junto a él. Pude girar la cara y esperar a que escampase ignorando a aquel fumado, pero no fue así. Al fin y al cabo, yo apenas tenía 24 años y ya llevaba 2 encerrada en una casa que no quería, junto a un marido que hacía meses había dejado de querer, escribiendo un libro que no quería escribir. Llevaba una vida que no quería, y me sentía obligada a mantener. Me senté junto a aquel moreno de grandes ojos castaños, llorosos y enrojecidos por la maría. Me quedé mirando al frente mientras sentía su mirada escrutadora. Era mi perfil bueno, al fin y al cabo.
- ¿Quieres unas caladas? No tiene pinta de que vaya a dejar de llover.
Me giré hacia él y en mi boca afloró una leve sonrisa. Me sentía joven de nuevo, una veinteañera con malas compañías y maría en los bolsillos. Desgraciadamente, apenas tuve tiempo de vivir esa etapa de mi vida. Había conocido a Carlos cuando apenas tenía 16 años y me había casado con él a los 22. ¿En qué estaría pensando? 
Sin responder a su pregunta tomé el canuto de entre sus dedos y le di una larga y profunda calada. Sentí que mi pecho se inundaba de aquel calor reconfortante. Aquel chico rió por lo bajo y miró al frente, apoyando su cabeza en la pared. 
- Soy Joel.
- Sofía.
De repente se inclinó contra mí y besó primero mi mejilla izquierda y luego la derecha, seguido de un "un placer". Su aliento olía a menta y a yerba. Seguí dándole caladas hasta que se consumió el porro. Cuando me dí cuenta de que me lo había fumado prácticamente yo sola le miré, apesadumbrada, a lo que él contestó con una media sonrisa encantadora.
- ¿Quieres otro? - preguntó, divertido.
- Sí.
Se levantó y me ofreció su mano derecha, la cual tomé y me levanté. Era bastante alto, pues a pesar de mi elevada estatura apenas le llegaba por la nariz. Cuando tiró de mi hacia afuera me percaté de que aún no nos habíamos soltado las manos. Aún llovía, por lo que me sentí estúpida corriendo de la mano de un chico al que no conocía de nada, empapada y sin ninguna idea de adónde nos dirigíamos. 

La carrera finalizó frente a un bloque de edificios viejos en la periferia. Sacó las llaves de su ancho pantalón y abrió la puerta con brusquedad. Subimos corriendo las escaleras y abrió la puerta del que debía ser su apartamento, si es que a eso se le podía llamar "apartamento". Se quitó el abrigo y lo dejó en el brazo del sofá. Le imité. Me senté en uno de los sofás mientras él se adentraba en el piso. A mi alrededor apenas había una mesa y una destartalada televisión. No tenía cortinas. Entró en el salón a grandes zancadas tras unos segundos. Traía consigo una planta de marihuana de medio metro. La dejó sobre la mesita y cortó una hojas que trituró y lió en una papelina junto a tabaco. Le miraba confusa, evitando dejar que mi mente se diese cuenta de la situación. Estaba en la casa de un desconocido, a punto de volver a consumir drogas por segunda vez en esa tarde. 

To be continued...